Pasaron cinco años desde que comencé a tomar fotos de las vistas y los sucesos que me rodeaban en mi Tokio natal. Desde que alcancé edad de razón y a medida que me fui acercando a la edad adulta, fui consciente de las intensas presiones por convertirme en aquello que me rodeaba, por volverme socialmente homogenizado. Como si esta coerción homogenizadora no bastara, parecía que la sociedad también se convertía –volteara hacia donde volteara- en un vacío ajeno, insondable y hostil, sin dirección y espacio para mí. Los contornos de los objetos desaparecieron, sin dejar términos de comparación. Esta falta de algo que me diera un asidero en la realidad, esta frustración me acechaba constantemente.
No sabía dónde estaba, lo que veía ni lo que pensaba. Pero cada vez que me golpeaba esta incapacidad para percibir mi realidad, quería tomar fotos. Si no veía ese lugar en el que suponía estaba parado con mis propios ojos, a mi manera, sentía que mi existencia estaba en peligro de desaparecer como un cubo de hielo, primero derritiéndose, y luego evaporándose en la nada que nos rodeaba. ¿Qué veo? ¿Y cómo lo veo? ¿Qué herramientas puedo usar para relativizar el mundo a mi alrededor?
Más que buscar escenas inusuales e incidentes azarosos, sentía que tenía que mirar mi realidad cotidiana en términos concretos, examinando mi relación con el medioambiente.
Las primeras fotografías que tomé fueron de las multitudes en las horas pico, en el centro de Tokio. Aquellas que tomé en películas de 35mm en blanco y negro, con exposiciones de segundos, dejaron en la imagen resultante sólo las estructuras de la ciudad inorgánica, hecha por el hombre, de cuyos perfiles las multitudes habían desaparecido por completo: sentía como si la fotografía hubiera capturado, para mí, precisamente ese aspecto de mi visión del mundo. De algún modo me sentí maravillosamente liberado cuando vi que las partículas de la multitud en movimiento se volvían equivalentes a elementos de la foto, como granos de plata en la película, y me vi a mí mismo como una de esas partículas. No era que yo fuera una partícula individual en la multitud o en la sociedad (aunque, en cierto modo, eso es también verdad), sino más bien que el tiempo era la corriente y la base sobre la que existieron todas las cosas de la creación, todos los objetos, todas las cosas vivientes, y que el yo y el presente fueron llevados por la corriente del tiempo. En otras palabras, yo mismo era una partícula en el tiempo y en el presente. Me pareció en ese momento que lo instantáneo de mi propia existencia era al mismo tiempo una confirmación de su certeza y de la inmensidad del universo.Edición y traducción: Patricia GolaFotografía y texto tomados de la revista Luna Córnea, número 19, enero-abril 2000
.::Distrito Federal, México::.
*** En un momento dado de la vida, morimos sin que nos entierren. Se ha cumplido nuestro destino. El mundo está lleno de gente muerta, aunque ella lo ignore _ Goethe
*** Un gran circo _ la Maldita Vecindad y los hijos del quinto patio
*** Feliz como pocas veces antes. Con mucho trabajo y poco tiempo.
3 comentarios:
pues la humanidad tiene mucho de interesante,asi que es un bello trabajo
saluditos!
Me ha encantado este post con todo y tu reflexión añadida. Por cierto, no te he deseado buena suerte en tu nueva vida en la urbe aquella. Pues bien, que tengas mucho éxito!
Hooola!! Don Manzanooo!!! hace mil que no sé de ustée eeh!
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